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La problemática campesina-indigena (primera parte)


Por Antonio Laure
 

Antecedentes Generales

Después de 18 años de iniciado el periodo de ajuste estructural en el marco del consenso de Washington, la disciplina fiscal, la reorientación del gasto público, la liberalización financiera, la ampliación de la base tributaria, la apertura a la inversión externa, así como la liberalización comercial han mostrado más que simples limitaciones, las cuales se reflejan en una situación donde el 65% de la población boliviana se encuentra por debajo de la línea de pobreza y un 40% no tienen ni siquiera las posibilidades de satisfacer sus necesidades más básicas como la alimentación.

El nuevo Estado regulador del modelo de liberalización de todas las barreras en el plano económico, se encuentra quebrado con un déficit fiscal del 7.6% generado no solo por los desmanes fiscales de gasto ligado a las dinámicas prebendalistas del aparto de representación político partidaria, sino fundamentalmente a la dinámica de los paquetes de desmontaje de las conquistas sociales centradas de manera objetiva en la privatización de los sistemas jubilatorios. El déficit que en 1997 alcanzaba 321 millones de bolivianos se incrementó a más de 1800 millones obligando al Estado a emitir bonos para cubrir el déficit
Solamente el año 2002, el Tesoro tuvo que pagar el 5,1% del PIB para pagar las rentas (con un déficit anual superior a 400 millones de bolivianos).

La lógica estatal de “exportar o morir” se agotó lentamente después de 1994, periodo a partir del cual las tasas optimistas de crecimiento de la economía comenzaron, en el marco de la crisis estructural mundial, a caer sostenidamente: En los últimos cuatro años, la tasa promedio de crecimiento fue del 1.6% anual en comparación con el 4% obtenido en los periodos precedentes, mientras que la tasa de crecimiento demográfica fue del 2.3% y a nivel urbano se registró una tasa del 3.7%.

Ligados a estos resultados actuales, la euforia privatizadora o capitalizadora como locomotora del desarrollo económico pasó a ser un simple efecto temporal dentro de la contabilidad nacional: 7000 millones de dólares como ingresos en el periodo 1994-98 no tuvieron mayores efectos multiplicadores, lo cual se liga a la naturaleza de la inversión intensiva en capital, pero al mismo tiempo a la nueva lógica del modelo transnacionalizado que se asienta en la remisión de utilidades al exterior y que arrancaron del estado aproximadamente el 70% de sus recaudaciones. En el año 2003, la fuga de capitales encaradas por las empresas capitalizadas asciende a más de 300 millones de dólares.

Detrás del discurso de la eficiencia, la globalización y la importancia vital de las inversiones extranjeras, se ha evitado que el país pueda echar mano al excedente económico, en la medida en que el mismo se encuentra en manos de las transnacionales.

En el marco de la estructura productiva, los resquicios de crecimiento económico difícilmente tienen efecto sobre las condiciones de pobreza: Según UDAPE, en el área urbana por cada 1% de aumento en el ingreso familiar per capita la pobreza se reduce en 0.6%, mientras que en el área rural se reduce en 0.26%, lo cual muestra que los sectores de crecimiento en la economía se concentraron precisamente en las áreas privatizadas que absorben a no más del 10% del empleo total, en un marco donde el 60% de la población se encuentra en el sector terciario y la tasa de desempleo abierta se calcula próxima al 13%.

La polarización social manifestada como diferenciación entre clases con relación a la riqueza ha sido un aspecto central en estos años. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE) desde 1985 hasta el periodo de 2003, el 20% de los hogares más ricos concentran alrededor del 65% del ingreso nacional y el 20% de los hogares más pobres absorbe el 3%.

Los sectores empresariales, como sujetos centrales en el denominado modelo neoliberal, han reflejado su carácter parasitario y se han acogido al reto de incremento en la productividad a través de los más espurios métodos de generación de plusvalía absoluta, es decir, por medio de la reducción de costos vía salarios o al incremento de las jornadas laborales respaldadas por los mecanismos de flexibilización laboral establecidos de manera concreta en el D.S. 21060 a través de la libre contratación.

Empero, la tendencia a la disolución de las relaciones sociales de producción afectan al conjunto de las clases, incluidas las distintas capas burguesas cuyo endeudamiento alcanza aproximadamente el 10% del PIB y donde se calcula que ocho de cada diez empresas no pueden hacer frente a sus deudas y menos a un relanzamiento productivo, lo cual se refleja en una política patronal de chantaje y presión sobre los trabajadores, agudizando los despidos o manteniendo niveles productivos bajos a costa de una mayor dinámica de plusvalía absoluta.

El Sector Agropecuario

En este marco, ¿cuál ha sido el papel del sector agropecuario?. Resulta casi indispensable pensar que en Bolivia, en términos generales, se deba hablar de una dualidad del tema rural agropecuario y que algunos han tratado de separar entre lo moderno y lo premoderno o entre lo tradicional y lo moderno. Empero, a partir de lo mencionado más arriba en Bolivia asistimos a una agudización de la heterogeneidad estructural que no solo sería parte del mundo rural agropecuario, sino que alcanzaría todos los espacios de la estructura productiva [1].

Sin embargo, más allá de los elementos complejos que se relacionan con estos conceptos, resulta evidente que en el caso boliviano enfrentamos por un lado un tipo de sector agropecuario de corte empresarial-capitalista, ligado al sector de exportación y cuyos orígenes se remontan como base de consolidación a las dinámicas de transferencia de recursos de capital de occidente a oriente posterior a la revolución del 52 y con ejemplos dramáticos de transferencia a través de mecanismos como créditos dirigidos en la década del 70, coincidente específicamente con el periodo de la dictadura banzerista.

Por el otro lado, existiría una agricultura de subsistencia y de pequeña escala encarada por formas organizativas comunales y familiares, cuyas actividades han estado más ligadas al mercado interno.

En todo caso, ambos lados de esta ecuación muestran un sector agrícola que en promedio representa en los últimos cinco años el 14% de la estructura del PIB en el marco de una realidad espacial donde la población ya no habita de manera importante lo rural sino que básicamente radica en lo urbano: el 63% de la población habita en espacios urbanos y el 37% en el área rural.

Sin embargo, esta especie de dualidad del mundo rural relacionado a las actividades agropecuarias ha manifestado comportamientos diferentes en cuanto a su participación en el PIB agropecuario. Así, del total del valor generado en el sector agrícola, los productos no industriales representan cerca de 44%, mientras que los productos agrícolas industriales representarían cerca al 18%.

De todas maneras, los últimos años asistimos a un estancamiento del sector que incluye tanto la modernidad de la empresa capitalista agropecuaria como la pequeña producción parcelaria y comunal.

Si consideramos algunos productos relacionados básicamente con la producción de las pequeñas unidades campesinas y comunales en un periodo de 10 años vemos resultados parciales e incluso marginales con relación a superficies cosechadas, producción alcanzada y rendimientos obtenidos para el periodo considerado.

Con relación a la quinua, por ejemplo, tenemos un decrecimiento de 10% (periodo 1993-2002) en cuanto a la superficie cosechada, mientras que los aumentos del volumen producido son de solo 15% considerando un 28 % de incremento de los rendimientos por hectárea. Considerando el trigo como un componente de la actividad de las pequeñas economías campesinas y comunales, la superficie cosechada decreció en un 5%, la producción en un 15% y los rendimientos solo alcanzaron un crecimiento de 4%. Seguramente, que las donaciones americanas de trigo, bajo el pretexto de poder ayudar a satisfacer la demanda interna guardan un correlato con estos magros resultados y con transformaciones en cuanto a actividades agrícolas dentro de comunidades de anterior vinculación a la producción de trigo.

Por su parte, la papa, al comparar los años 2002 con 1993, solamente tuvo un incremento de 2.7% en cuanto a superficie cosechada, 27% de incremento en cuanto a producción obtenida y 21% de incremento en rendimientos por hectárea.

Estos datos, en todo caso, reflejan como se mencionaba resultados pobres y en algunos casos negativos con relación a una muestra de periodos en los que se ha venido desarrollando el modelo de libre comercio y búsqueda de eficiencia.

Por su parte, “la modernidad” de la agricultura centrada fundamentalmente en las actividades empresariales del oriente que se han dirigido al mercado externo, muestra resultados también magros con reducciones significativas en algunos rubros y en cuanto al índice de valor, volumen y precios de las exportaciones.

Los datos que refleja el cuadro permiten comprender la debilidad del aparato productivo moderno del país con su alta dependencia del mercado externo como tomador de precios y su permanente vinculación a la unidad de la economía mundial a partir de la exportación de materias primas. Las variaciones en valor, volumen y precios reflejan una situación de ineficiencia, es decir, si observamos los rendimientos por hectárea obtenidos en algunos rubros fundamentales de las exportaciones no tradicionales como la soja vemos reducciones importantes. Así, este producto en 1993 poseía un rendimiento de 2.309 T.M. mientras que para el periodo 2002, los datos oficiales, muestran 1.841 T.M., pero una muy importante ampliación de la frontera agrícola de 209 mil hectáreas aproximadamente en 1993 a más de 633 mil el 2002.

Así, la agricultura moderna y capitalista compensa las caídas en los rendimientos logrados con la ampliación de la frontera agrícola que permite incrementar volúmenes de producción y compensar las caídas de precios internacionales no para mejorar su situación, sino en la mayoría de los casos para poder lograr mantener ciertos niveles estancados de ingreso.

Asimismo, la expansión de la frontera agrícola realizada por las unidades empresariales tiene pocos elementos de sostenibilidad, ya que la misma se ha venido haciendo, según datos del Ministerios de Agricultura, en zonas cuyas vocaciones productivas no son aptas para agricultura intensiva, con suelos frágiles, lo cual puede salvar las dinámicas del capital cortoplacista, pero compromete el sistema productivo en el largo plazo.

Los factores de la crisis

En términos de las economías campesinas son variados los factores que permiten dibujar el panorama de la crisis, agudizada en el marco de la crisis estructural del capitalismo a nivel mundial y a la debacle del modelo neoliberal como tendencia fundamentalista para contrarestar la caída de la tasa de ganancia a partir de la penetración del capital transnacional en los aparatos productivos nacionales.

El periodo abierto desde 1985 con los programas de ajuste y el conjunto de medidas implementadas, ha implicado las llamadas transformaciones en la ruralidad aplicada tanto al caso boliviano como al conjunto de los países de la región. Las transformaciones en este campo, sin embargo, tienen un hilo común y bastante viejo que es el de la comprobación de los márgenes terribles de pobreza e indigencia que siguen azotando las áreas rurales. Actualmente, existen más indigentes rurales que hace 20 años bajo el amparo y la acción de las múltiples agencias internacionales del imperialismo que en nombre de una supuesta “cooperación” vienen interviniendo en Bolivia y en la región aplicando medidas de paliativo social.

En todo caso, capitalismo y su marco neoliberal consolidan la pobreza del habitante rural, determinando cambios variados, como por ejemplo el deterioro entre los sectorial agropecuario y lo rural en la medida en que ahora no se puede hablar de unidades de producción campesina cuyas fuentes de generación de ingreso provienen exclusivamente de estas actividades. El incremento de estrategias de subsistencia centradas en la generación de ingresos en actividades no agropecuarias vía comercio o a través de procesos de migraciones temporales, configuran una realidad diferente en los espacios campesinos e implican modificaciones en la cultura de la ruralidad aparejada con transformaciones incluso en la dinámica de consumo.

Los cambios en las dinámicas productivas, de generación de ingresos y de consumo en las economías campesinas guardan relación con el papel de las mismas en el marco de las políticas encaradas por diferentes gobiernos en Bolivia desde 1985. La visión del Estado centrada en facilitar la penetración del capital transnacional en el país y conceder de manera abierta la propiedad de ciertos recursos naturales estratégicos concuerda con el debilitamiento de los factores de mercado interno y con una visión de apoyo fundamental a los sectores de exportación.

Así, la visión del mundo rural se ha centrado en establecer un conjunto de mecanismos de política social donde la pregunta sobre qué hacer con el campo en el occidente del país ha quedado resulta mediante su total abandono. El Estado, conjuntamente con los organismos internacionales del imperialismo ha dejado clara su predisposición a entender la inviabilidad productiva de las economías campesinas, de ahí que temas centrales como acceso y tenencia de tierra o innovación tecnológica e inversión han sido marginales.

Los enfoques de desarrollo rural, inefectivos en cuanto a los resultados de montaje de una modernidad y articulación dinámica del mundo campesino-indígena a la realidad capitalista desaparecieron dentro de la agenda de políticas estatales y fueron reemplazadas por precarios enfoques de apoyo a lo productivo a partir del modelo de descentralización consolidado a partir de la Ley de Participación Popular.

En todo caso, las municipalidades poco o nada han hecho en el tema campesino-indígena y reflejan sus limitaciones para resolver temas que tienen una carga estructural que se debe dirimir en otros espacios.

La liberalización de la economía que ha posibilitado la entrada de productos agrícolas de consumo interno sumado a la falta de posibilidades de acceso a tierras fértiles, un programa realista de transferencia tecnológica y apoyo a la producción reflejan la caida en términos de la participación en la generación del valor bruto de la producción agropecuaria de las economías campesinas de un 75% hace 10 años a el 60% actualmente.

Tierra

Después de más de 15 años de derrotas y de resistencias parciales del movimiento obrero, campesino-indigena y popular, la debacle neoliberal y la agudización de la crisis estructural del capitalismo ha encontrado una rearticulación de las luchas contra el Estado, sus administraciones gubernamentales de turno e implicitamente contra el imperialismo como instancia definitoria de la esencia de las políticas económica y social encaradas en el país [2].

En estos movimientos de lucha, los sectores campesinos-indígenas han tenido un rol protagónico y central, desde las luchas de los cocaleros en el Chapare hasta los bloqueos de caminos en el altiplano paceño. Estas luchas con centro en los grupos campesinos-indígenas representan un elementos de la totalidad de la fuerza desplegada por la luchas campesinas e indígenas en el continente como lo evidenciaron inicialmente los procesos de Chiapas, los movimientos de Ecuador, el Movimiento sin Tierra de Brasil o la lucha de los indígenas en Chile entre otros variados movimientos.

Varios aspectos muestran la existencia de problemas comunes entre estos movimientos y reflejan también, tanto a nivel interno como externo, las grandes heterogeneidades del mundo de la ruralidad que concentra a campesinos e indígenas.

Sin lugar a dudas, un factor central de análisis y de dinámica de las luchas se mueve a partir de la reinvindicaciones de tierra y territorio, dos componentes que poseen implicaciones diferenciadas y que colocan la relación de los movimientos frente al Estado y al imperialismo bajo tácticas así como estrategias diversas.

En el caso boliviano, el tema tierra ha llegado a convertirse en uno de los factores cruciales de la problemática agraria poniendo nuevamente en relieve el por qué de su existencia como problemática y encontrando en las respuestas su carácter de tarea democrática-estructural no resuelta por las burguesías nacionales y cuyas posibilidades de solución por la mismas es imposible de ser realizada en el marco de la época agudizada de degeneración y crisis del capitalismo.

Las economías campesinas indígenas ubicadas específicamente en las regiones de altiplano y valles representarían aproximadamente unas 550.000 unidades, las cuales tendrían unos 4 millones de hectáreas cuyas vocaciones productivas, en términos generales son básicamente optimas para agricultura de subsistencia combinadas con actividades pecuarias de pequeña escala.

Aproximadamente, un 75% de estas unidades familiares desarrollan sus actividades en superficies menores a la media hectárea y no mayores a cinco, mientras que un 25% restante de estas unidades posen entre 10 a 25 hectáreas, de las cuales la mayoría de las veces solamente el 50% tienen condiciones para trabajo agrícola.

La excesiva fragmentación de la tierra centrada en la modalidad de herencia entre todos los hijos y de estos a su vez a sus descendientes (modalidad afirmada con la reforma agraria de 1953) representaron uno de los factores dinámicos de la crisis por el factor tierra que terminó por complementarse con el incremento demográfico, lo cual representó un proceso importante de degradación del recursos en la medida en que en muchas regiones las prácticas tradicionales de rotación de suelos y descanso han disminuido dramáticamente o directamente han desaparecido.

Por tanto, la fertilidad de los suelos ha bajado en un escenario productivo de “libre comercio y competencia” que ha terminado arruinando a algunas economías campesinas indígenas con fuerte relacionamiento con el mercado interno.

Esta problemática se alimenta además a partir de la situación de acceso y tenencia de tierra en el occidente. En este proceso, las dinámicas prebendales consolidaron latifundios, donde por ejemplo, desde 1971 a 1978 se habrían dotado cerca de doce millones de hectáreas con las mejores vocaciones productivas de tipo agrícola y pecuaria.

La facilidad para la otorgación de dotaciones de consolidación latifundista ha llevado a una situación en el oriente, en el que se calcula la tenencia de unas 32 millones de hectáreas distribuidas entre unas setenta mil unidades empresariales.

Una aproximación a los datos de superficie agrícola muestran cerca de 1 millón de hectáreas bajo cultivo de productos exportables agrícolas y unas 6 millones de hectáreas bajo explotación forestal, lo cual representa una miserable parte utilizada con fines productivos con relación al total otorgado. Sin embargo, los datos exactos sobre uso del suelo en fines productivos en la región del oriente son escasos y prácticamente inexistentes, lo cual representa un mecanismo de encubrimiento de la realidad de concentración latifundaria en oriente.

En este marco, las luchas campesinas e indígenas encuentran un escenario manipulado estatalmente en el cual el énfasis sobre la reversión de estos latifundios improductivos es casi nula y se plantea el saneamiento de tierra fiscal para fines de dotación. Empero, según los datos establecidos por los propios organismos estatales sobre el tema, muestran que el Estado no posee ninguna capacidad de otorgar tierras fiscales.

Frente a esta situación, la consolidación orgánica de movimientos centrados en la resolución del tema tierra, por ejemplo el Movimiento Sin Tierra (MST), han representado avances importantes en la articulación de los sectores empobrecidos del campo y determinación de un bloque de resistencia frente al Estado y al imperialismo en el encubrimiento de latifundio improductivo, así como en el reavivamiento del tema tierra como un aspecto central de la problemática agraria del país.

Sin embargo, el peso de la naturaleza de clase [3] de estos movimientos que ejerce también un efecto de subsunción del componente étnico-cultural ha terminado colocándolos en el marco de posiciones determinadas por los límites del discurso oficial. Es decir, que la visión de lucha por garantizar acceso y consolidación a la propiedad individual de la tierra los ha llevado a ver como salida el ejercicio y cumplimiento de Ley INRA en cuanto al tema de dotación de tierra fiscal.

Cumplimiento de un cuerpo legal que nació diseñado para garantizar el proceso de latifundios improductivos y que da la espalda a acceso a tierras a los sectores campesinos de pequeña escala. En este marco, los movimientos campesinos que enarbolan el tema de la tierra reflejan la carencia de una estrategia política que los encierra detrás de limites muy estrechos y una incomprensión de las condiciones históricas del momento así como de las tareas que se presentan en los países semicoloniales como son la revolución agraria la eliminación del yugo imperialista.

Las tácticas centradas en ocupaciones de propiedades que no cumplen con funciones productivas no han permitido a los movimientos campesinos e indígenas tomar conciencia de que la problemática del tema tierra no se resuelve en las mesas de dialogo que a lo máximo que han llegado es ha conseguir marginales procesos de dotaciones de tierras, considerando más de 250.000 familias que se calcula están solicitando dotaciones, en sectores que no poseen vocaciones agrícolas fundadas y que tampoco contemplan paquetes integrales para el desarrollo de procesos productivos que permitan procesos de generación de ingresos dignos para los nuevos poseedores de tierras.

Transformar la lucha inmediata por el tema tierra en una lucha política en la perspectiva de la transformación de la sociedad implica comprender el momento de crisis en Bolivia como parte indisoluble de las crisis continental, donde no hay país del continente que escape a la perspectiva de la cesación de pagos, de la quiebra bancaria, del derrumbe de gobiernos y de regímenes políticos y de irrupción de las masas trabajadoras en la escena política nacional y continental.

La lucha de campesinos e indígenas respecto al tema de la tierra no puede esperar que mágicamente se dote de un programa obrero o que provenga desde esta clase, sino que deben comenzar ahora considerando que el tema de los campesinos e indígenas pasa inevitablemente por la ineludible expropiación de los terratenientes como base fundamental de una nueva reforma agraria. Sin la comprensión de este aspecto los movimientos campesinos e indígenas surcados por la influencia renovada de posiciones indigenistas terminarán, como decía Mariátegui, limitándose al reclamo de autonomías culturales y administrativas que representan un factor central de sostenimiento del Estado burgués y pigmentocrático que bajo el control y sojuzgamiento de la clase dominante y el imperialismo han llevado al país y al mundo rural a una vida de pobreza y miseria.

Un grave error, por la experiencia adquirida en este último periodo histórico, representa también considerar la lucha por el tema tierra a partir de un componente meramente étnico sin buscar un enlace y conexión con la lucha del proletariado. La crisis nacional y continental acentúa la lucha de clases y colocan al tema agrario como factor explosivo que posee fuertes repercusiones al interior del movimiento obrero y popular. Estos aspectos reflejan la alianza obrero-campesino indígena como la base de la revolución agraria que levante la consigna inmediata de expropiación de los latifundios.

Los límites del capital para su reproducción determinan la tendencia a la disolución del sistema capitalista y, por lo tanto, la premisa de la revolución social. Las perspectivas revolucionarias en la época actual se basan en la podredumbre del sistema vigente, y en la sobreacumulación y la tendencia de este sistema a su propia disolución y por lo tanto a crear sistemáticamente las premisas de la revolución socialista.

La lucha por el tema de tierra y además territorio se dan en el marco de una Bolivia como una pseudo nación en vías de desintegración, donde las energías desplegadas en las luchas que hemos vivido han mostrado la necesidad de transformar y reconstruir el país sobre nuevas bases sociales. La solución de los problemas del conjunto de los sectores en el país pasan necesariamente por comprender que bajo las condiciones actuales la explotación capitalista controlada y dominada por el capital financiero, se ha hecho incompatible con la existencia nacional. La particularidad nacional consiste en que no se ha presentado en el escenario político una burguesía capaz de resolver el tema agrario y de realizar la unificación nacional y la liberación del yugo imperialista.

Una lucha conjunta

El tema de tierra y territorio abarca límites más allá de los simplemente establecidos por un análisis frío de acceso a recursos indispensables para la reproducción material de los campesinos-indígenas. En el caso de la tierra y el territorio se conjugan aspectos simbólicos que hacen al corazón de la construcción identitaria de las organizaciones comunales. Estos elementos son centrales para comprender las unidades de producción y consumo campesinas-indígenas, sus racionalidades organizativas y vinculaciones con sus medios naturales.

Sin embargo, el mundo rural y comunal no plantea un conjunto de homogeneidades sino más bien procesos regulados de equilibrio en el marco de procesos de diferenciación interna. Las normas sociales de reciprocidad, solidaridad, confianza social y cooperación se tejen a partir de estructuras que segmentan también las comunidades entre ricos y pobres. Estos rasgos tienen un peso relevante al momento de comprender la dinámica política del campesinado, es decir, que considerar la heterogeneidad suscrita al interior del mundo rural vinculada a las interacciones entre modos de producción, permite esperar un comportamiento político diferenciado.

De ahí, que una mayor diferenciación social y económica implica también una mayor diferenciación de las tendencias políticas y de los vínculos que se pueden establecer entre lo rural y lo urbano. Considerando lo mencionado, los elementos centrales de la radicalidad agraria y social se halla centrada en la masas empobrecidas campesinas, en aquellos que a partir de diferentes formas en el proceso productivo se convierten progresivamente en proletarios rurales de carácter temporal y cuyas posesiones de recursos no les permiten ni siquiera lograr niveles de auto subsistencia.

Por tanto, al analizar el mundo rural y sus múltiples contextos y particularidades así como al ubicar al campesino-indígena como sujeto central de este mundo, es imprescindible considerar detenidamente la existencia de las diferenciaciones para establecer cuándo el campesinado puede actuar como un todo y para qué fines y cuando las diferencias los dividirán en variados frentes de lucha.

En el contexto boliviano, es vital considerar que los movimientos actuales por el tema tierra se alinean detrás de sectores relativamente acomodados en la dirección, los cuales han mostrado elementos más proclives al capital, a la defensa intransigentede la propiedad ylalibertad de comercio así como a los mecanismos dilatorios de los diálogos improductivos y de parche social.

Sin embargo, un elemento que puede en estas condiciones armar un proceso de bloque unido del campesinado a partir de sus diferencias es el de identificar como aspecto central de la lucha, la muerte del latifundismo en sus diferentes variantes. Esta identificación del tema central que articule la lucha rural posee un alcance mayor a los regateos de porciones sin vocaciones productivas que actualmente ofrece el Estado después de un tiempo de saneamiento y que es completamente limitado para satisfacer las demandas actuales de mas de 250.000 familias campesinas-indìgenas.

Empero, armar un bloque unificado del campesinado detrás de la destrucción del latifundismo implica considerar que el tema no es simplemente sectorial; que tierra y territorio representan aspectos centrales de tareas democrático burguesas que no fueron resultas y que la actual burguesía y mucho menos el imperialismo podrá resolver. Entonces, la salida de lucha por tierra en contra del latifundismo implica considerar una salida interconectada con las luchas de obreros y movimiento popular.

Esto representa un proceso creciente de maduración que permita comprender que la situación de pobreza y miseria en el campo tiene un hilo común con lo que genera la miseria en las ciudades, en la gente que trabaja en las fábricas o que se gana unos pesos vendiendo cualquier cosa en las calles. Comprender que ese hilo común de la pobreza va más allá de un modelo llamado neoliberal y que guarda estrecha relación con lo que denominamos sistema capitalista representa un salto vital que debemos discutir y encarar.

Pero este proceso de comprensión y maduración que permita ver los hilos que vincula la situación de los pobres urbanos y rurales, de obreros y campesinos, que generan los procesos de marginalidad y explotación, así como los procesos de discriminación étnica conducen inevitablemente a comprender la necesidad de llevar dentro de un bloque campesino articulado detrás de la lucha contra el latifundio, una lucha política desde los sectores empobrecidos y semiproletarios del campo contra los sectores más acomodados con tendencias a oscilar hacia las posiciones e intereses del Estado, la burguesía y el imperialismo.

Es precisamente este sector más empobrecido del campesinado-indígena quien representa el lazo fundamental de la alianza entre obreros y campesinos para una verdadera transformación del país. Una transformación que debe implicar la resolución concreta del tema tierra y territorio expropiando a terratenientes y grandes transnacionales, donde una verdadera Bolivia solo puede desarrollarse a partir de la supresión del Estado y su reemplazo por un gobierno obrero y campesino.

(Continuará con la segunda parte en el próximo número de Revista de los Andes)

[1La heterogeneidad haría mención a la coexistencia e imbricación entre diversas formas organizativas de la producción, es decir, lo capitalista y lo no capitalista; lo que algunos han llamado un modo de producción combinado.

[2En este marco, las luchas de los cocaleros y la especificidad de su problemática se ha presentado como uno de los factores más dinámicos y explícitos de lucha contra el imperialismo y sus imposiciones.

[3Es importante destacar que al hablar de campesinos-indígenas no hablamos de un colectivo homogéneo. Los campesinos se encuentran económicamente dispersos y surcados por líneas de clase y presiones generadas por la competencia mercantil. Así , los intereses de quienes no poseen tierra y venden su fuerza de trabajo en el campo chocan con los de los campesinos ricos que explotan la fuerza de trabajo en un marco donde las relaciones de mercado destruyen las relaciones comunales y donde los procesos de reciprocidad y cooperación se restringen cada vez más a muy estrechos límites.



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